Por Rubén Ortiz
Jeremías 29:1-14 se escribe para un pueblo en el exilio. Una gran parte del reino de Israel, fue desarraigada del lugar donde habían nacido casi unos 587 años antes de Cristo. Fueron obligados a viajar unas 700 millas por el desierto del Medio Oriente dejando atrás su tierra y las provisiones que los sustentaban. En esta nueva tierra las costumbres les eran raras, el idioma incomprensible, el paisaje desértico y monótono. Clima, hábitos y cultura diferente. Esto debió haber causado gran impacto mental en ellos. El Salmo 137 (NVI) abunda en su estado de crisis cuando dice: “Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos y llorábamos, al acordarnos de Sion. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas“. No había nada que celebrar en su desgracia. Vivían la dura realidad del forzoso exilio.
Sin embargo, allí llega palabra de Dios, quien no olvida a los suyos y les presenta oportunidad en medio de la crisis. Junto con la realidad del desarraigo aparece la oportunidad de convertirse en diáspora. Y la diáspora es cuando aquellos dispersos de la tierra natal reciben palabra de Dios de dejarse usar para, en vez de vivir en queja y dolor, construir (v.5), plantar la tierra (v.5), criar hijos (v.6), prosperar y bendecir la ciudad donde han llegado(v.7). Ser testimonio de vida plena en un lugar extraño. Ya lo habíamos visto en un Abraham padre de naciones moviéndose hacia una tierra nueva. Una Ruth que escoge un nuevo espacio de vida junto a su suegra. Un José que trasciende la problemática de sus relaciones familiares para establecerse por acto y misericordia en el centro de un faraónico imperio donde prospera.
Y el Nuevo Testamento lo narra de muchas maneras también. Personajes como María y José en Egipto llevando en sus brazos la esperanza del mundo en pañales. La fe de una mujer sirofenicia, la predicación de una samaritana, la composición étnica de la primera iglesia establecida en Antioquía. Todos extranjeros, migrantes, todos benditos por el carácter y el plan misional de un Dios que prospera a quienes andan en el camino y viven en fe.
Y es que la misión de Dios a través de la reconciliación en Cristo no tiene fronteras, es más, se presenta como un desafío a las fronteras, un riesgo a las demarcaciones humanas, una incómoda presencia en el trasiego humano. Y la iglesia debe entonces convertirse en eso, una encrucijada como dice Gloria Anzaldúa (1987), “para sobrevivir fronteras debes vivir sin fronteras, ser una encrucijada”.
Así que nos preguntamos ¿será similar ahora en nuestro tiempo? ¿De esto se trata cuando latinoamericanos llegan por miles a España y avivan el fuego por Dios en sus calles? ¿Debemos releer Jeremías 29 como iglesia cuando africanos llegan a Inglaterra y sus nuevas alabanzas se escuchan en las góticas catedrales anglicanas? ¿Y cuando recibimos en refugios de frontera a los inmigrantes centroamericanos y conocemos que más de un ochenta por cierto de ellos confiesa haber nacido de nuevo por la fe en Jesús? Si mostramos acogida, ¿a quién recibimos ahí? ¿Quién toca la puerta de nuestras fronteras en forma de exiliado? Como bien dice Richard Beck Jr. en su libro “Stranger God”, “no mostramos hospitalidad para ser como Jesús. Mostramos hospitalidad para darle la bienvenida a Jesús”. Bajen las arpas que cuelgan de los sauces. ¡Hay fiesta!
Rubén Ortiz es el coordinador de campo de CBF Latino Fellowship, La Familia. Este blog fue publicado originalmente por Fellowship Southwest en celebración del Mes de la Herencia Hispana. Puede obtener más información sobre FSW y leer más en su blog en www.fellowshipsouthwest.org.